Francisco Rodríguez.
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frfrank381@gmail.com
En ciertas situaciones
muy específicas, la muerte, un evento
trágico en cualquier sociedad, pero sobre todo en la nuestra y sobre todo la
muerte violenta, puede adquirir connotaciones
festivas. El velorio y posterior acto de entierro de unos jóvenes abatidos por
la policía que la prensa local señaló como
“antisociales”, puede convertirse en un evento que en vez de llanto podría
sugerir motivos de alegría. En estos casos, la solemnidad que suscita la muerte
en cualquier circunstancia en un momento
dado puede trocarse en demostraciones de cierto espíritu festivo: música
bailable muy estridente, consumo de alcohol en forma masiva, lluvia de disparos
hechas al aire, tarareo de canciones propias de música bailable, expresiones muy ruidosas de afecto y solidaridad
al interior del grupo de mayor proximidad afectiva (los panas) y con los
familiares de los muertos. Se trata de todo un espectro de manifestaciones emocionales que nos hablan de la existencia
de una “comunidad afectiva” que se
reactiva cada vez que ocurren hechos como estos en esos grupos de
raigambre popular. La presencia de un
cierto carácter de “teatro dramático” al momento de la despedida expresan
demostraciones de sentimientos auténticos y para nada fingidos de dolor por ese
“pana”, ese “cuate” que para siempre se va.
En todo esto observamos
la recuperación simbólica del modo como nuestra sociedad venezolana expresaba dramática
y trágicamente “el duelo” y que se ha
perdido en los pliegues de una “civilización del mercado”, dominado por un proceso
de racionalización que niega la muerte
en su dimensión simbólica y trascendental. Es evidente pues en estos grupos la
recuperación del simbolismo de la muerte que al mismo tiempo que la niega como
viaje definitivo le asigna un carácter de trascendencia e inmortalidad a la
condición de seres mortales que somos.
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