Francisco Rodríguez
No son intercambiables
los dos términos, pues tienen significados diferentes aunque se puedan
entrecruzar y de hecho lo hacen. Cuando hablamos de posmodernidad lo hacemos desde la posición del sujeto para
quien todo puede ser reducido a un relativismo tal que todo vale. Todo puede
ser reducido a efectos de difuminación, de lo brumoso y disipado que es la
realidad. Esto tiene una repercusión inmediata en la ética como fundamento de
la acción porque entonces valores universales (aceptados como universales) como
son: el respeto a la vida, el respeto
por la naturaleza, la dignidad de la persona, el respeto por la propiedad
personal básica, etc., pasan a formar
parte del cortejo de lo infinitamente difuso y absolutamente relativo. El “todo
vale” significa una ética y una moral planas. No hay nada que merezca
destacarse en ese conjunto homogéneo porque todo es una ecuación que es igual a
cero; incluídos los sentimientos y la construcción de los afectos más sagrados en
cualquier sociedad humana. En este contexto, los horizontes axiológicos
(valores) y normativos adquieren una brumosidad tal que los límites, cualquier
límite, se evaporan, se vuelven evanescentes. Jamás el hombre vivió tan intensamente la experiencia de
convertir la subjetividad en un simple objeto para sí mismo. Un objeto de
experimentación y manipulación
ilimitados tanto en el caso del Self para sí mismo como en el caso del
otro para mi propio yó. Todo es igual, un mercado intercambiable en forma
equivalencial de mercancías, objetos y subjetividades. Es el mismo proceso
ideológico que llevó a Eichmann y a los nazis a torturar y matar judíos,
gitanos y comunistas, bajo la explicación de que era lo que convenía hacer porque eso era su
trabajo y simplemente se obedecían órdenes. Es aquí donde Arendt habla de la
“banalización del mal” y de la muerte de la metafísica. Todo vale, todo es
igual a todo en esa gran ecuación igual a cero que es la vida contemporánea en
cualquier sociedad occidental. Es la profundización de la modernidad en cuanto
que esta actitud es la expresión de un proceso de des-encantamiento salvaje del mundo. Ya no hay dioses, ni religiones
que alienen al hombre; tampoco narrativas acerca de lo imaginario, de lo
sagrado, de lo numinoso como decía Jung. Ahora todo es adaptación al principio
de realidad, imperativos sistémicos, racionalidad instrumental, estrategias de
sobrevivencia en un mundo dominado por el “orden caníbal” o “el hombre como
lobo para el hombre” (Hobbes). En este
contexto, la vida guarda una relación inversamente proporcional con el mundo de
los objetos puesto que a medida que se valoriza el mundo de los objetos, se
desvaloriza en la misma proporción la vida. Eticamente puedo hacer con mi vida y con la
vida del otro (incluído el otro como cuerpo y objeto sexual) lo que me dé la
gana porque por un lado todo está permitido y ya no hay frenos morales y por el otro, la vida, las personas y la
dignidad de la persona en general no valen más que lo que el mercado de la existencia pueda fijar;
vale decir, la vida no vale en sí mismo nada, está vacía de significados
trascendentes e inmanentes. Y no tengo que temer nada porque como dice Nietzshe, “Dios ha muerto”. La
anomia es una fuerte perturbación en la estructura de la normatividad, un
desarreglo significativo en el sistema de los reguladores normativos de la
sociedad. No necesariamente la posmodernidad significa anomia porque ésta (la
anomia) se puede presentar en cualquier momento histórico del desarrollo de
cualquier sociedad; no obstante la primera puede servir de escenario epocal
para la presentación de la segunda. En el caso de Venezuela, encontramos una
mezcla peligrosa entre una actitud del “todo vale” y todo puede ser éticamente
deseable si favorece mis intereses particulares con una situación de anomia
crónica y estructuralmente generalizada. Un proceso sistémico estructural y
crónico de descomposición de la sociedad, del estado y de la subjetividad que
adquiere el status de “tumor metastásico” que invade todo el cuerpo social, se
potencializa y adquiere sentido en el contexto de crisis epocal de la ética tradicional.
Con el agravante del compromiso severo de los escasos mecanismos inmunológicos
con los que la sociedad-estado disponía y que podía defenderse. Hoy en
Venezuela, para el conjunto de la
sociedad en general, han hecho implosión todos los límites estructurales
ético-normativos que permitían el control social y autocontrol de las personas.
Esto podría explicar una tasa de homicidios y de delitos violentos
exageradamente alta, muy alta tasa de consumo per cápita de alcohol, de
embarazo precoz, violencia escolar e intrafamiliar, desintegración familiar, violación
de derechos humanos, etc. Podría explicar el fenómeno de la violencia difusa
que significa la “atmosfera de violencia social” que respiramos los venezolanos
hoy en los predios de la vida cotidiana: familia, escuela, universidades,
instituciones, lucha política y sobre todo en la calle. De esto es expresión
concreta no solo la delincuencia común sino también la violencia de los cuerpos de seguridad del
estado.
0 comentarios:
Publicar un comentario