4 de abril de 2012

Etica posmoderna y anomia



Francisco Rodríguez

No son intercambiables los dos términos, pues tienen significados diferentes aunque se puedan entrecruzar y de hecho lo hacen. Cuando hablamos de posmodernidad  lo hacemos desde la posición del sujeto para quien todo puede ser reducido a un relativismo tal que todo vale. Todo puede ser reducido a efectos de difuminación, de lo brumoso y disipado que es la realidad. Esto tiene una repercusión inmediata en la ética como fundamento de la acción porque entonces valores universales (aceptados como universales) como son: el  respeto a la vida, el respeto por la naturaleza, la dignidad de la persona, el respeto por la propiedad personal básica, etc.,  pasan a formar parte del cortejo de lo infinitamente difuso y absolutamente relativo. El “todo vale” significa una ética y una moral planas. No hay nada que merezca destacarse en ese conjunto homogéneo porque todo es una ecuación que es igual a cero; incluídos los sentimientos y la construcción de los afectos más sagrados en cualquier sociedad humana. En este contexto, los horizontes axiológicos (valores) y normativos adquieren una brumosidad tal que los límites, cualquier límite, se evaporan, se vuelven evanescentes. Jamás el hombre  vivió tan intensamente la experiencia de convertir la subjetividad en un simple objeto para sí mismo. Un objeto de experimentación y manipulación  ilimitados tanto en el caso del Self para sí mismo como en el caso del otro para mi propio yó. Todo es igual, un mercado intercambiable en forma equivalencial de mercancías, objetos y subjetividades. Es el mismo proceso ideológico que llevó a Eichmann y a los nazis a torturar y matar judíos, gitanos y comunistas, bajo la explicación de que  era lo que convenía hacer porque eso era su trabajo y simplemente se obedecían órdenes. Es aquí donde Arendt habla de la “banalización del mal” y de la muerte de la metafísica. Todo vale, todo es igual a todo en esa gran ecuación igual a cero que es la vida contemporánea en cualquier sociedad occidental. Es la profundización de la modernidad en cuanto que esta actitud es la expresión de un proceso de des-encantamiento salvaje  del mundo. Ya no hay dioses, ni religiones que alienen al hombre; tampoco narrativas acerca de lo imaginario, de lo sagrado, de lo numinoso como decía Jung. Ahora todo es adaptación al principio de realidad, imperativos sistémicos, racionalidad instrumental, estrategias de sobrevivencia en un mundo dominado por el “orden caníbal” o “el hombre como lobo para el  hombre” (Hobbes). En este contexto, la vida guarda una relación inversamente proporcional con el mundo de los objetos puesto que a medida que se valoriza el mundo de los objetos, se desvaloriza en la misma proporción la vida.  Eticamente puedo hacer con mi vida y con la vida del otro (incluído el otro como cuerpo y objeto sexual) lo que me dé la gana porque por un lado todo está permitido y ya no hay frenos morales y  por el otro, la vida, las personas y la dignidad de la persona en general no valen más que lo  que el mercado de la existencia pueda fijar; vale decir, la vida no vale en sí mismo nada, está vacía de significados trascendentes e inmanentes. Y no tengo que temer nada porque  como dice Nietzshe, “Dios ha muerto”. La anomia es una fuerte perturbación en la estructura de la normatividad, un desarreglo significativo en el sistema de los reguladores normativos de la sociedad. No necesariamente la posmodernidad significa anomia porque ésta (la anomia) se puede presentar en cualquier momento histórico del desarrollo de cualquier sociedad; no obstante la primera puede servir de escenario epocal para la presentación de la segunda. En el caso de Venezuela, encontramos una mezcla peligrosa entre una actitud del “todo vale” y todo puede ser éticamente deseable si favorece mis intereses particulares con una situación de anomia crónica y estructuralmente generalizada. Un proceso sistémico estructural y crónico de descomposición de la sociedad, del estado y de la subjetividad que adquiere el status de “tumor metastásico” que invade todo el cuerpo social, se potencializa y adquiere sentido en el contexto de crisis epocal de la ética tradicional. Con el agravante del compromiso severo de los escasos mecanismos inmunológicos con los que la sociedad-estado disponía y que podía defenderse. Hoy en Venezuela, para el conjunto de  la sociedad en general, han hecho implosión todos los límites estructurales ético-normativos que permitían el control social y autocontrol de las personas. Esto podría explicar una tasa de homicidios y de delitos violentos exageradamente alta, muy alta tasa de consumo per cápita de alcohol, de embarazo precoz, violencia escolar e intrafamiliar, desintegración familiar, violación de derechos humanos, etc. Podría explicar el fenómeno de la violencia difusa que significa la “atmosfera de violencia social” que respiramos los venezolanos hoy en los predios de la vida cotidiana: familia, escuela, universidades, instituciones, lucha política y sobre todo en la calle. De esto es expresión concreta no solo la delincuencia común  sino también  la violencia de los cuerpos de seguridad del estado.

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